JELOU Y GUDBAY



“JELOU Y GUDBAY
(O LAS LLUVIAS DE OTOÑO)”
DE: TORMOD HAUGEN (NORUEGA)

Jorge y Gloria se amaban más profundamente que el mar más profundo, más elevadamente que el planeta Plutón. Más de lo que eran capaces de expresar. Así pasó día tras día, semana tras semana, hasta que empezaron las lluvias de otoño y el viento del norte llegó con el frío. Y todavía pasó más tiempo.

Jorge y Gloria habían prometido amarse el uno al otro para toda su vida y hasta que el tiempo una vez se detuviera. Lo habían prometido solemnemente en medio de la lluvia, bajo un paraguas en el parque, en una banca brillantemente blanca (y se mojaron las nalgas). Jorge le dio a Gloria un anillo con una piedra roja. Se los colgaron en collares alrededor d sus cuellos para que nadie los viera (porque nadie necesitaba verlos). Pero ambos sentían el anillo contra sus corazones, que latían el uno para el otro.

El corazón de Jorge latía: Glo-ria-Glo-ria, y respiraba su nombre tan profundamente que lo llenaba por completo. Entonces él sentía que todo vivía dentro de él. El corazón de Gloria latía lentamente: Jor-ge-Jor-ge. Cada vez que exhalaba, el nombre de Jorge salía. Jorge en el corazón. Jorge en la respiración. Estar más viva que ahora, no es posible, se decía Gloria.

Cuando Gloria pensaba en su estado de ánimo o en lo que iba a hacer en la noche, se contestaba a sí misma: Todo está bien, vamos a hacer la tarea, vamos al cine o a dar una vuelta, o no haremos nada. Cuando Jorge se preguntaba si por la noche iba a ver una película en la tele o a salir con sus papás o a dar una vuelta en su bicicleta, o si tenía ganas de tomar un té o un chocolate caliente, siempre pensaba: Gloria no tiene ganas de ver esa película, Gloria no tiene bicicleta, Gloria prefiere el chocolate caliente.

Jorge y Gloria se sentaban juntos en la escuela. Gloria y Santiago habían cambiado lugares. Jorge y Gloria habían arrimado sus mesas unos centímetros más cerca uno del otro. Al parecer la maestra no se dio cuenta de esto, o quizás sí lo advirtió, y en su corazón existía un lugar para los cambios. En los recreos ya no había, por lo menos, dos metros y treinta y siete centímetros entre ellos. Ya no había ni un milímetro. Los que ahora los fastidiaban eran los más jóvenes e infantiles y los de la misma edad y los envidiosos y los que querían conocerlos. (Tal vez para que el amor los tocara a ellos también, para que ellos también pasaran cogidos de la mano antes de que llegara el invierno).

Jorge y Gloria estaban juntos las 24 horas del día. Media hora antes de los horarios de la escuela. (Aunque estaban muy enamorados, siempre andaban somnolientos y querían dormir lo más posible). 5 o 6 horas en la escuela. Por lo menos 6 y hasta 8 horas después de la escuela. (Tareas compartidas, un poquito de salir a correr, un poquito de tele, un poquito de cine, un poquito de biblioteca, un poquito del club de jóvenes, pero generalmente el parque). Las últimas 10 u 8 horas soñaban el uno con el otro, mientras dormían muy inquietos. En total eran 24 horas. El tiempo pasaba demasiado lento cuando estaban separados. El tiempo pasaba demasiado rápido cuando estaban juntos.
Los fines de semana eran lo peor. Era como si cayera jarabe encima del tiempo, y los segundo se volvieran minutos y los minutos se volvieran horas, por no hablar de las horas... A Jorge los sábados le parecían terribles. Era libre sin ser libre. El sábado nunca era suyo. TENÍA que acompañar a sus papás al súper para hacer las compras. En la tarde sufría HORROROSAMENTE enfrente de la tele.

Reportajes espantosos, diversión barata, películas aburridísimas y tontas y terribles, con besos... y abrazos... y además... la manera en que se miraban a los ojos. Era precisamente lo que Jorge no podía hacer (pero precisamente lo que le hubiera gustado poder hacer).

Jorge se desesperaba con las películas de la tele cundo Él y Ella se dejaban. ¿Dejarse? ¿Él y Gloria? ¡NUNCA! La quería demasiado para hacer eso. Nunca tenía oportunidad de estar con Gloria los domingos por la mañana. Siempre tenía que hacer lo que querían sus papás: visitas-a-los-abuelos (40 kilómetros de distancia), paseos-al-campo (innumerables kilómetros), excursión-al-rancho (30 kilómetros de distancia), exposición-de-perros (MUCHÍSIMOS kilómetros)... Pero su corazón estaba con Gloria todo el tiempo, y le parecía que la veía por todos lados: en la orilla del camino, en el establo, en la perrera, pero NUNCA era Gloria.

Jorge pensó: ¿Qué haría si no pudiera estar con Gloria, pero lograra librarme de mis papás? Él habría preferido salir a la calle y encontrar amigos y construir aviones de modelo, tener un amigo especial que estuviera ahí todo el tiempo y no solamente durante los recreos. Alguien con quien pudiera hablar de todo: de los juegos de Nintendo, patinetas niñas, de los sueños de alcanzar algo, de ser alguien. Un amigo que no se burlara de todo eso. Jorge sentía una nostalgia tan fuerte por Gloria que temía que sus papás pudieran destruir su relación. Imaginaba: el tiempo pasa tan lento que Gloria me dejará. ¿Y luego... qué haré? No supo porque sus pensamientos estaban vacíos.

Gloria ODIABA los sábados. Siempre tenía que participar en la limpieza y el arreglo de la casa, y tenía que ORDENAR su cuarto (aunque no le pareciera necesario). A Gloria los domingos le parecía innecesarios porque entonces había paseos en el coche con visitas a los museos y VISITAS a la familia. Parecían viajes LARGOS por todo el mundo. Cada kilómetro la llevaba más y más lejos de Jorge, hasta que él se quedaba como un punto chiquito que desaparecía completamente si se alejaba mucho. Imaginaba: ¿y si Jorge no está cuando yo vuelva? El fin del mundo podría estar a sólo 100 metros de ahí. ¿Qué no puede sucede en esos 100 metros? Algo terrible que los separaba, algo... algo... Gloria no se atrevió a seguir pensando. Pero la piedra azul le quemaba la piel como una advertencia.

Gloria pensó: ¿Qué haría si no pudiera estar con Jorge, pero lograra librarme de mis papás? Pues tomaría un curso de autodefensa, esquiaría, me quedaría unas noches con mis amigas y hablaría de ropa y de gatos y de música y tal vez de niños (aunque para ella sólo existía Jorge) Los fines de semana no eran nada divertidos para ninguno de los dos. Ningún adulto podía aligerar la nostalgia o curar la añoranza o hacer desaparecer los sábados y los domingos. Las tardes domingueras estaban llenas de una inquietud casi peligrosa. Al regresar a casa por la noche, Jorge y Gloria se apuraban para ir al parque.

Si Jorge llegaba primero, se paraba junto a su banca y miraba entre los árboles, en la dirección por donde ella aparecía __ si es que aparecía. Tenía el mismo miedo cada vez que él llegaba primero y Gloria no estaba. Ya sucedió, pensaba y contaba hasta cien. Luego silbaba el viento entre las hojas en el otoño temprano, o sonaba cauteloso en las ramas desnudas en el otoño tardío, y la luna iluminaba el sendero de Gloria entre los árboles cuando Gloria llegaba. Gloria llegaba cada domingo por la noche. En ese momento la noche parecía magnífica.

Si Gloria llegaba primero, se paraba junto a la banca y miraba entre los faroles, por el sendero de asfalto, por donde aparecía Jorge __ si es que aparecía. Temía que sus pensamientos dolorosos se volvieran verdaderos y que ocurriera lo que seguía, ALGO. Pero de repente los faroles se pusieron a brillar como lámparas de oro, el sendero de asfalto RESPLANDECIÓ y el pasto a lo largo del sendero murmuró que ya venía, y allí apareció él con polvo de oro en el pelo. Y la noche era buena. Pero luego...

Aunque la noche dominguera era magnífica para Jorge y buena para Gloria, ya no corrían el uno hacia el otro. Se quedaban parados mientras se miraban un rato largo sin saber por qué. El fin de semana había estado lleno de nostalgia para ambos, y finalmente su deseo se realizaba. Aún existía algo. Jorge no se atrevió a pensar: ¿Eso es todo? y yo que tenía tanta nostalgia... Gloria relegó al olvido sus pensamientos: Yo creía que esto iba a ser más, después de añorarlo tan TERRIBLEMENTE.

Pero después del rato poco largo bajo la media luna, la luna llena (ninguna luna), bajo las nubes, en la lluvia, en el viento, corrieron uno hacia el otro. Y Jorge dijo: Te quiero, Gloria, y no sé qué habría hecho sin ti. Pero las noches domingueras se hacían frescas, tal vez porque era otoño y había lluvia en el aire... Y Gloria dijo: Yo también te quiero, Jorge, y no sé cómo vivir sin ti. Me gustaría que estuvieras conmigo para siempre. Para toda la eternidad, dijo él. Al escuchar sus palabras, ella sintió escalofríos, tal vez porque el viento anunció lluvias frías, y uno no puede escapar del otoño. Se miraban, poco y mucho. Con algo de cuidado, mucha seguridad, algo evasivos, algo asombrados. Jorge deseaba que ella murmurara: Te quiero (una y otra vez), pero ella, callada, le puso sus brazos alrededor del cuello.

Gloria quería que él dijera: Seremos TÚ y YO para toda la eternidad (una y otra vez), pero él le puso sus brazos alrededor de su cinturón sin decir lo que ella quería escuchar: Siempre y para toda la eternidad. Las palabras eran en cierto modo demasiado grandes.

Los días fueron oscureciéndose. El otoño se espesó. El viento y las lluvias se sucedían de continuo. La luna se puso más y más dorada cada noche que aparecía sobre el parque. El cielo colgó constantemente más bajo, en tanto que las nubes negras formaron un techo sobre el parque. Pero el amor estaba tan alto mientras las sombras los sobrevolaban que Jorge y Gloria no se dieron cuenta.

Un día soleado del oscuro octubre fue el cumpleaños de Jorge. Él llevó dos rebanadas de pastel de crema que ambos comieron en la banca del parque, antes de la escuela y después del desayuno. Luego, Gloria le dio a Jorge un abrazo de cumpleaños y un murmullo de cumpleaños: Para siempre. Para la eternidad, murmuró Jorge también. En ese mismo momento él notó que no había dicho para TODA la eternidad, y que Gloria contenía la respiración. Pero era para toda la eternidad lo que había intentado decir. Gloria tenía que entender eso. Ninguno de ellos lo mencionó. Es sólo una palabra, pensó Gloria. Una palabra pequeña que en realidad significa poco. La eternidad es grande. TODA la eternidad significa lo mismo. ¿O no? Pero, aun así, Jorge no había dicho para TODA la eternidad...
No existía ninguna razón por la cual Jorge debiera quitar TODA. En aquel momento no había pensado en esa palabra. PARA TODA LA ETERNIDAD sonaba un poquito más seguro, como más tiempo, como una casa grande para quedarse ahí. PARA LA ETERNIDAD era como estar afuera y no saber bien dónde andaba uno... Jorge iba a celebrar su cumpleaños con Gloria. Sólo Gloria. Irían a comer hamburguesas. Irían al cine. Irían a pasar un rato en la discoteca del club. Irían a pasear un poco en el parque y a sentarse en una banca hasta que vieran una estrella fugaz y pudieran desear algo secreto, pero ambos creían saber lo que cada uno desearía.

Gloria había comprado el regalo más hermoso que podía haber encontrado. Un medallón redondo de vidrio que tenía dentro un pequeño avión abierto, donde estaban sentadas dos personas (Jorge y Gloria) volando hacia las estrellas. Quedaron de verse junto a la banca del parque. Gloria llegó con buen tiempo. Nuestro parque, pensó. Se sentó. Tenía la impresión de sentir el calor que por la mañana habían dejado en la banca. La luna había salido. Colgaba de la copa de un árbol, brillaba en el rocío de la noche y en...

Gloria se inclinó, de golpe se puso de pie y dio unos pasos. Le pareció reconocer el parpadeo rojo que distinguió en el pasto. Se inclinó y recogió el anillo con la piedra roja que le había dado a Jorge. Hubiera reconocido ese anillo entre un MILLÓN de anillos porque ella era la única que podía haber escogido precisamente ese anillo para Jorge. La media luna iluminaba el parque. La luz parpadeaba con los sueños rojos dentro de la piedra. Las lágrimas resplandecían en los ojos de Gloria. Pero en los senderos de su corazón había una oscuridad casi total.

Jorge se retrasó. Gloria lo esperó cinco minutos, diez minutos. No sabía que hacer. No quería estar ahí, y no podía irse. No entendía lo del anillo, y de tan duro que lo apretaba le dolió la palma de la mano. No quiso sentarse y tampoco tenía sentido quedarse ahí parada. Cinco minutos más, tal vez seis, no más de siete, seguramente no más de diez. Pero Jorge no llegó.

Jorge había descubierto que no traía el anillo. Lo debía de haber perdido, pero no entendía ni cuándo ni dónde o que había sucedido porque SIEMPRE sentía el anillo contra la piel. Le hacía sentir el latido de su corazón y que respiraba y que vivía. Jorge buscó el anillo por todas partes, en los lugares posibles e imposibles: en casa, atrás del escusado; volvió a la escuela y allá buscó (hasta debajo de las colchonetas del gimnasio); pasó al parque (aunque estaba seguro de que ahí había tenido el anillo todo el tiempo).

El anillo estaba y estaría perdido. Tal vez para siempre. ¡oh, Gloria!, ¡no te puedo ver sin el anillo!, pensó Jorge. Miró el reloj y se dio cuenta de que ya iba con media hora de retraso. Sus pensamientos se detuvieron. Dejó de respirar hasta que los oídos le zumbaron. Sus párpados se detuvieron en medio de un pestañeo. Su corazón hizo una pausa (dos latidos). Lo único que no se detuvo fue el tiempo.

Jorge tenía que explicarle a Gloria por qué había llegado tarde. (¿Y si ella no le creyera...? Él sintió un HURACÁN en su cabeza.) Tenía que decirle que había perdido el anillo. (Pero, ¿si ella creía que solamente era algo inventado por él...? Jorge sintió su corazón encogerse) TENÍA que decirle que lo había buscado durante HORAS porque temía perderlos a ambos, al anillo y a ella. (Pero, ¿si ella no le CREE! Nunca antes había sentido un miedo tan fuerte.) ¿Cómo iba a atreverse y a lograrlo? ¿Dónde en todo el mundo, iba a encontrar las palabras? No se atrevía y tampoco tenía palabras.

Gloria se sentía pequeña, más que pequeña. Estaba sentada en el marco de su ventana, detrás de las cortinas, mirando hacia la calle. No creía que fuera verdad. No PODÍA ser verdad. El anillo que había encontrado. El de la piedra ROJA. El que Jorge había recibido de ELLA. Jorge, quien había llegado demasiado tarde. Jorge, quien no había llamado. Era la cita más importante que habían tenido en toda su vida. (Al menos en la vida de Gloria, en la que ahora llovía y la neblina penetraba desde mares fríos y profundos)

Jorge salió corriendo; salió de frente al viento frío; salió a la lluvia que escondía a la luna. (¡Y ellos que hubieran buscado estrellas fugaces!) Jorge corrió como nunca había corrido. La lluvia era rayas de plata en la luz de la calle, sus pensamientos eran oscuros como el cielo lluvioso y su corazón pesado como una roca. Gloria estaba tan triste que tenía lágrimas en los ojos. Tan enojada que contenía el llanto. Tan decepcionada que se estaba enojando. Tan débil su corazón que éste le parecía vacío. Tan adolorido su estómago que un nudo ahí dentro se hacía más y más duro. Tan cansada de sus pensamientos que sólo contenían UNA palabra: JORGE.

Esperaba que Jorge no viniera para no tener que verlo de frente nunca más. Esperaba que viniera para castigarlo, para vengarse y preguntarle CÓMO PUDO hacer algo así. Esperaba que viniera para pedir perdón, y que ella, A PESAR DE TODO, pudiera decirle que lo amaba. Jorge corrió hasta la casa de Gloria. El agua escurría por su pelo. Su suéter estaba 10 centímetros más largo, y de sus zapatos salían gorgoteos. Pero tenía que explicarle a Gloria lo que había pasado para que entendiera que ella era todo para él. Parado en la acera, frente a la casa de Gloria, pensó: ¿Y qué tal si no me quiere volver a ver?

Gloria quería llamar a Jorge y regañarlo y decirle que viniera lo antes posible. Quería verlo y preguntarle si no sería posible fingir que no había pasado nada y al mismo tiempo decirle que se fuera ¡al cuerno! El anillo con la piedra roja le quemaba la mano a Gloria. Lo puso a su lado. Brilló más fuerte que el sol en el día y que la luna llena en la noche. Gloria vio el medallón de vidrio frente a ella, en el marco de la ventana. Lo tomó y lo lanzó contra la pared, y oyó un crujido. El avión con Jorge y Gloria había caído, había desaparecido de las estrellas y había terminado en nada. Gloria sollozó y escondió su cara en las cortinas floreadas.

Jorge se detuvo jadeante frente a la casa de Gloria. Goteando, moqueando, temblando de frío, DESHECHO. No había luz en el cuarto de Gloria. No había esa luz suave, agradable, bonita, cálida y amarilla. Pero quizás ella estaba __ ahí __ en la oscuridad. Jorge no pudo subir hasta la ventana, no había ningún árbol, ninguna escalera; y además no sabía cómo. Y no me atrevo a tocar el timbre, pensó infeliz. Encontró unas piedras pequeñas en la calle. Golpeó suavemente la ventana de Gloria. Una vez. Dos veces. Tres.

Ella espió con cuidado. En la acera había un Jorge desbaratado, chiquito, miserable y triste. Gloria sollozó; sus ojos se llenaron de lágrimas, su corazón se estaba casi abriendo y sus manos buscaron el camino hacia las manijas de la ventana. Sentía la mirada de Jorge en la oscuridad. La mirada rugía, él imploraba que ella estuviera en su cuarto y que abriera la ventana. Sí, Gloria estaba, más de lo que había estado, pero con todo, no abrió su corazón completamente, y no abrió la ventana. Te toca a ti, pensó, y lloró en la cortina...
Jorge ni notaba la lluvia porque él era parte de la lluvia. No sintió que estaba más mojada que él. Vio la ventana de Gloria. Nunca había visto una ventana más vacía, más oscura y más solitaria. Pero él era quien estaba solitario, más solo, más abandonado y más perdido. Y fue por su mera culpa. Gloria, a quien él amaba y que lo amaba, ya no estaba ni en su casa ni en su cuarto ni atrás de la ventana. Pero ella llenaba su corazón, y sólo ella llenaba los pensamientos de su cabeza. Jorge amaba a Gloria, pero cuando él miró hacia la ventana de ella, le pareció muy alta, tal vez más alta que su amor por ella.

Pero el amor tenía que ser más grande y más elevado que una ventana. ¿O no?. Jorge no habría corrido a casa de Gloria, pero tampoco se habría quedado en su casa. Ya que Gloria no se había asomado a la ventana cuando él lanzó piedras, no tenía mucho sentido tocar el timbre.

Jorge entró a la lluvia, al viento, a la noche y al parque. Aún no es demasiado tarde, pensó. Gloria todavía puede abrir la ventana y llamarme. Pero no oyó nada a través del viento y la lluvia. Por eso no pudo detenerse, solamente pudo caminar y caminar.

Gloria estuvo en el marco de la ventana, mirándolo. NOSOTROS hubiéramos ido caminando juntos por ahí, pensó, y habríamos estado mojados y felices. Lo siguió viendo. Todavía era tiempo. Pero el avión había caído entre las estrellas, y tenía el anillo con la piedra roja en su mano.

Anoche Jorge no pudo dormir. ¿Para toda la eternidad...? pensó. Hace tan poco tiempo que conozco a Gloria, pensó. No se atrevió a dormir porque tenía miedo de soñar que Gloria iba a dejarlo.

Gloria tampoco pudo dormir. Se quedó sentada toda la noche en el marco de su ventana, mirando la lluvia resbalar por el vidrio antes de que la luna melancólicamente saliera encima de los árboles. Nuestro parque, pensó. Nuestra luna, nuestra banca. Hasta la noche es nuestra. Era nuestra. (suspiró). La calle estaba vacía. Ni un perro pasó por ahí. La calle estaba igual de vacía que su corazón.

Jorge estaba acostado, pensando en una carta para Gloria. Empezaría así: “Querida Gloria, sólo quiero escribir decir que...” Mas no pudo.

Gloria dibujó un corazón en una hoja y escribió por el otro lado: “Querido Jorge, hay tantas cosas que me gustaría decirte, pero no sé no creo si puedo...”

Jorge mandó la carta con su corazón, con mucho cuidado a través de la lluvia hasta la ventana de Gloria.

Gloria dejó que la hoja se llevara su corazón a través de la ventana, a través del parque, bajo la luna, hasta la ventana de Jorge.

De repente, las nubes cubrieron el cielo. Las estrellas se apagaron. La luna se retiró. La lluvia volvió, zumbó contra las ventanas y el asfalto, los manzanos y los groselleros; golpeó a un pobre perro y a otro más, y disolvió las cartas en el camino de una ventana a la otra...





HAUGEN, Tormod. “Jelou y gudbay (o las lluvias de otoño)
México. 1999. SEP – Fundación Juan Rulfo
Colección: Libros del Rincón